
"¿Has cometido actos impuros?" El padre Villar se cercioraba en cada
confesión de que no hubieras transgredido el sexto mandamiento. Se
preocupaba personalmente de saber si cometíamos el impúdico pecado de
tocarnos entre las piernas, al tiempo que deslizaba sus dedos por la
rodilla de la avergonzada y ruborizada menor que confesaba con la mirada
perdida en el suelo."Sí, padre". A partir de aquí podía pasar cualquier
cosa. Como mínimo una gran retahíla de reproches, acompañada de una
buena ristra de padres nuestros y ave marías con los que penar tan magno
pecado. Con frecuencia un par de azotes en los muslos. Y alguna vez
hasta un pellizco en su parte interna.
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